Fuente: Americanas
Autora: María Luz Nóchez
Han pasado más de dos meses desde que el caso de Gisèle Pelicot conmocionó al mundo. Su decisión de enfrentar el juicio por violación de manera pública nos permitió conocer los detalles de cómo por 10 años fue violada por su esposo y una setentena de desconocidos mientras yacía inconsciente bajo los efectos de drogas suministradas por su marido sin ella siquiera sospechar cualquier cosa.
Las redes sociales se llenaron de vítores que destacaban su valentía y su fortaleza para encarar no solo a sus violadores sino a un sistema de justicia que la cuestionó sobre si en realidad no había ofrecido su consentimiento. Valentía se queda corto para describir a Pelicot. Eso explica que adjetivos como heroína rápidamente se convirtieran en sinónimos para referirse a ella y monstruo para referirse, sobre todo, a su esposo. Con todas las implicaciones que su caso pueda tener para que otras mujeres que han pasado por lo mismo también se animen a denunciar y buscar justicia en Francia y el resto del mundo, es importante que quede claro que ni las mujeres quieren ser heroínas ni los hombres que cometen actos de violencia contra las mujeres de cualquier edad son monstruos. Las mujeres no deberían de tener que ser ejemplo de nada para que su valor como seres humanos sea ponderado.
El caso de Pelicot es solo uno de tantos que a diario ocurren en todos los rincones del mundo, uno que logró llegar hasta la esfera pública y el interés de los medios de comunicación. Pero, a diario, las mujeres optan por el silencio, no solo porque la vergüenza recae sobre ellas, sino porque su palabra sigue siendo cuestionada por razones tan absurdas que van desde el atuendo que vestían hasta por, básicamente, tener la osadía de querer tener una carrera e incluso salir de la casa.
Los hombres, por otro lado, actúan desde la impunidad y la convicción socialmente instalada de que pueden hacer y disponer de las mujeres como les dé la gana, porque no hay castigo real para los violentadores. Ojalá esta afirmación fuera una exageración nacida de la indignación que, como mujer y periodista que cubre estos casos, me provoca la aparición diaria de nuevas historias de violencia basada en género. Pero lo dijo en 2021 la misma Organización Mundial de la Salud: 736 millones de mujeres -casi una de cada tres- han sido víctimas de violencia física y/o sexual por parte de su pareja, de violencia sexual fuera de la pareja, o de ambas, al menos una vez en su vida (el 30 % de las mujeres mayores de 15 años).
Casos como el de Pelicot o el de la atleta olímpica ugandesa Rebecca Cheptengei, quien murió por quemaduras severas en su cuerpo luego de ser rociada con gasolina y prendida en fuego por su pareja, son apenas una pequeña muestra de esa violencia en el entorno doméstico que los números de la Organización Mundial de la Salud (OMS) demuestran que ocurren a diario. Desde pequeñas, a las mujeres se nos enseña que el peligro está en la calle, acechándonos en la oscuridad de la noche, cuando la realidad evidencia que está metido en casa, y tiene el rostro de un ser querido, alguien que tiene la confianza nuestra y de nuestras familias, a quien en teoría no deberíamos temer.
¿Por qué entonces insistimos en llamarles monstruos? Para la doctora Ligia Orellana, psicóloga social e investigadora sobre prejuicios, discriminación y dinámica de grupos, la generalización se ha extendido producto de aquellos casos en los que alguna vez se comprobó que el perpetrador padecía una enfermedad mental no diagnosticada, pero esa es la excepción, no la norma, explica. “Incluso entre aquellos hombres que han sido diagnosticados con una enfermedad mental, está demostrado que son más propensos a sufrir abuso sexual que a perpetrarlo. Una enfermedad mental es una vulnerabilidad más que una causa para ejercer violencia. No debería de ser el lente bajo el cual se interpreta el fenómeno”.
Estudios recientes demuestran que, si las enfermedades mentales desaparecieran, la tasa de violencia criminal solo disminuiría un 5%. Quiere decir que el 95% restante tiene motivaciones que nacen desde la conciencia para hacerle daño a alguien.
Para Orellana, el ambiente en el que los perpetradores crecen es clave para entender por qué se naturaliza la violencia hacia las mujeres y la manera en la que desde la infancia asimilamos las normas de género.
“Si creces pensando en que las mujeres están ahí para ti, la lección es que puedes usar a las mujeres a tu conveniencia”, concluye.
En marzo de este año, desde Colombia nos escandalizó el caso de un niño de 7 años que había abusado de su compañera, una niña de sólo 5 años. Como en todos los casos, este no ocurrió de la nada. Tanto la niña como la madre habían informado a las autoridades del colegio del comportamiento violento del niño. ¿Es acaso ese niño un monstruo?
Para Claudia García Moreno, quien trabajó por 30 años en la OMS al frente del equipo a cargo de la erradicación de la violencia contra las mujeres, el comportamiento de este niño se responde con un término tan sencillo como odiado: el patriarcado.
“Hay tantas maneras en que este tipo de comportamientos es visto como normal que tenemos que trabajar en la respuesta de ayuda médica, trabajar en las escuelas y con niños sobre la equidad de género”, dice señalando que todos los sistemas de apoyo hacia las víctimas tienen dinámicas de poder en donde son los hombres los tomadores de decisiones.
Desde su gestión, cuenta, se impulsó un currículum para entrenar a proveedores médicos sobre cómo abordar estos casos más allá de sus propios prejuicios y creencias, ya que “en muchos países es aceptado el “si no te pega no te quiere” o que “esta es tu cruz de vida, es parte del matrimonio”, lo que perpetúa la revictimización e impunidad.
La violencia contra las mujeres no es de generación espontánea. El trabajo de García en la OMS descubrió enlaces entre los niños que atestiguan violencia en sus casas y se convierten en perpetradores de violencia también. Ante estos casos, si bien es importante tener en cuenta ese contexto para identificar las causas, no debería servir como carta blanca para eliminar su responsabilidad. “No se puede decir que estaban muy estresados y esa fue la razón, porque el resultado no es un hecho de violencia contra su jefe o su vecino, sino contra su pareja o sus hijos”, concluye.
Los hombres que violentan a mujeres, sean o no sus parejas, no tienen nada de monstruos. Por el contrario, son hijos sanos del patriarcado convencidos de que los cuerpos de las mujeres son su territorio y que pueden disponer de ellos sin ningún tipo de consentimiento o siquiera castigo. En un mundo en donde un hombre como Donald Trump puede ser electo presidente dos veces pese a las comprobadas acusaciones de abuso sexual, la valentía de mujeres como Pelicot debe de ser faro para contrarrestar el problema que la retórica misógina de personajes como él no hacen más que exacerbar. Ojalá no termine convertida en anécdota.